Vanessa González Peña, Observatorio de Ecología Política de Venezuela, Secretaría de Mujeres Inmigrantes de Chile y Movimiento por el Agua y los Territorios de Chile
Con la fuerza de los movimientos feministas apuntando a transformar tanto las relaciones como los horizontes políticos, se ponen sobre la mesa reflexiones antipatriarcales desde la interseccionalidad. Esto último hace referencia a cómo entendemos la relación entre las distintas formas de opresión que se atraviesan, y cuya comprensión resulta de vital importancia para profundizar en cómo se van configurando las realidades de las mujeres, y en especial de aquellas que viven en la posición de migrantes.
Las mujeres históricamente hemos vivido distintas formas de opresión, expresadas directamente sobre nuestros cuerpos, y relacionadas además con los contextos donde desarrollamos nuestra vida cotidiana. Esto, por supuesto, genera situaciones de desigualdad que se expresan en mayor medida en territorios con mayores condiciones de precariedad, abandono, vulnerabilidad, con una pobreza evidentemente feminizada.
Ante esto, se hace evidente que son las mujeres quienes tienen que generar estrategias para contrarrestar estas condiciones, y es en los contextos comunitarios en donde sostienen procesos de participación para el establecimiento de redes que les permitan subsistir o buscar alternativas para vivir mejor. De esta manera, los sentidos comunitarios surgen como una alternativa a la pobreza, pero también a los sistemas de dominación que son patriarcales, y es desde ahí cuando nos adentramos en los feminismos comunitarios.
Los feminismos comunitarios surgen desde un enfoque territorial, y nos invitan a mirarnos dentro de la piel y en relación a con quienes convivimos y construimos lazos de manera cotidiana, pero también en relación al grupo del cual pertenecemos (lo humano, la tierra, el agua y lo que nos rodea). Este feminismo es continuamente impulsado por mujeres que están vinculadas directamente con la tierra, como las mujeres indígenas, campesinas, o pobladoras en espacios periféricos, y que al entender cómo son parte de la misma (porque sin ella, ¿quién somos?), no sólo se tejen redes para generar alternativas colectivas en la búsqueda por el buen vivir, sino que también se generan espacios de resistencia: resistencia al colonialismo renovado y al capitalismo, resistencia al patriarcado, resistencia al racismo, resistencia al despojo, resistencia al saqueo, resistencia al extractivismo, resistencia ante la violencia ejercida sobre los propios cuerpos, resistencia ante la muerte diaria.
El reflexionar sobre la existencia propia en los territorios y las formas de vida que nos vinculan también con nuestras raíces, nos hace preguntarnos sobre las posibilidades que tenemos nosotras las mujeres migrantes, que estamos atravesadas por todas las categorías de dominación, y también por los mecanismos de exclusión/segregación de los países a donde llegamos. El transitar y las luchas de las migrantes están fuertemente relacionadas con cómo se vive en los territorios y la búsqueda por ser reconocidas como sujetos políticos en ellos.
Para nosotras las migrantes, en el proceso inicial de migración los entornos no son permanentes sino transitorios, y los tiempos adquieren mayor carácter de fugacidad, los espacios se desdibujan y dentro de esto no hay existencia alguna de comunidad. El sentido de pertenencia quedó anclado a un territorio que se encuentra a miles de kilómetros de distancia de nuestros cuerpos físicos. Los cuerpos son reconocidos siempre y cuando no salgan de las fronteras de la precariedad.
La resistencia cotidiana de la mujer migrante, incluye todas las resistencias anteriores pero se le añade: la resistencia a la discriminación y segregación, la resistencia al dolor del desarraigo, la resistencia a ser un cuerpo cuya existencia siempre es cuestionada, la resistencia a tener que disputar espacios simbólicos que no les son propios o con los que no puede identificarse si no se da cabida a la pluriculturalidad, o en otras palabras, al reconocimiento de los diversos pueblos. Si en la tierra está nuestra historia, ¿de dónde se ha de sostener nuestro mundo de significaciones?
Les migrantes formamos parte de los grupos históricamente excluidos por los Estados, y tenemos algunas correspondencias con los pueblos originarios, quienes no son reconocidos en su propio territorio y son reprimidos y criminalizados de manera sistemática, casi para intentar anular su existencia. También les migrantes somos pueblos indígenas, afro y racializados.
Los feminismos comunitarios buscan recuperar y defender los territorios, territorios que no son sólo físicos sino también de sentido, territorios que son cuerpos, y que son construidos en relación. El reto entonces es responder a la pregunta de cómo situarse en los contextos comunitarios desde feminismos que re-territorialicen, ya no sólo a migrantes internos del propio país que han estado históricamente desplazados o a pueblos que se ven en la necesidad de moverse de sus territorios por conflictos generados por disputas relacionadas con la tierra; sino poblaciones compuestas por migrantes externos, que se acrecientan cada vez más, y cuyas migraciones se originan también por conflictos en los territorios de origen y crisis que se derivan de los sistemas sociales y económicos dominantes.
La apuesta que tenemos las mujeres feministas migrantes se orienta en esa dirección, y se fundamenta además en poder incorporar estas miradas contra-hegemónicas desde el enfoque territorial y la construcción de redes, llevando las raíces a cuestas, como los fragmentos de nuestra historia que se van reescribiendo a partir de las nuevas experiencias y las viejas trayectorias. En contra de la dominación, y en favor de nuestros pueblos, re-habitamos desde las luchas políticas que se alojan en el seno de los feminismos comunitarios, porque el derecho a migrar también es derecho a reconstruirnos de manera colectiva y a defender la vida en los territorios.